Mucho antes de que la neurología actual lo confirmara, el poeta inglés William Wordsworth (1770-1850) intuyó que nuestras percepciones sensoriales no se registran de forma pasiva, sino que construimos la experiencia a medida que la experimentamos [1]. Él, que solía escribir sus poemas en el jardín de Dove Cottage, definió la esencia de la poesía como una “emoción recordada en la tranquilidad”[2]. Su gran aportación a la estética moderna será la puesta en valor de la imaginación, aquella que surge cuando se desactiva el ojo físico y se contempla con “ese poder que nada debe a la vista”[3]. Es entonces cuando el poeta es capaz de ver más allá de las apariencias y explorar sus mundos internos.
Sirva este apunte histórico para aproximarnos a los nuevos trabajos de Alejandro Botubol, dotados de una belleza que solo es posible alcanzar desde la imaginación pictórica, es decir, desde la materia, la luz y el color. Pese a las apariencias, el eje central de su discurso no se ubica en un debate entre lo figurativo y lo abstracto, sino en un lugar más lúcido y complejo: aquel que articula la naturaleza externa y la resonancia interna para trascenderlas dialécticamente. El resultado es un lugar, estético y emocional, distinto del que habitamos en la vida cotidiana, pero sin salirse de ella. Es en ese impulso, que va de lo real a lo imaginario, donde radica la profundidad de sus imágenes, alumbradoras de un placer visual que, como Venus, nace de las aguas. Placer del derrame, del arrastre de la pintura sobre el lienzo.
La exposición Agua del tiempo, en la galería Llamazares, supone un nuevo itinerario en la trayectoria de Botubol. Su actual iconografía emana del apego a un lugar concreto: las costas de su Cádiz natal, con el recuerdo del cuerpo a la intemperie, con los pies en la orilla, marcados por la arena y el salitre. Un espacio a la vez físico y psíquico, que le sitúa en un ámbito conceptual muy concreto: nuestro artista no busca adentrarse en lo pintoresco (la singularidad del territorio), ni tampoco en lo sublime (la fascinación ante la inmensidad); su encuentro con el mar es con el origen, en una acepción triple: el origen de la vida, de la naturaleza y de su propia sensibilidad ante la belleza.
La imagen de la costa, con la orilla modulada por el ritmo de las olas, simboliza la subversión de toda idea de permanencia. Por tanto, esta vuelta al origen no es nostálgica ni melancólica, sino un verdadero ritual de regeneración. El tríptico Lucero de la mañana es la más rotunda y sintética formulación de este encuentro entre el entonces y el ahora. Los colores primarios —el propio ABC de la pintura— han sido desplazados al canto superior del lienzo, fuera de la mirada del espectador, pero no de su alcance: percibimos la sutil reverberación del magenta, el amarillo y el cian, como una energía lumínica a punto de intensificarse. Pero el verdadero protagonista del tríptico es la monocromía en sepia, matizada por la variable densidad de los flujos que generan la propia pintura. Vislumbre de la tierra mojada, que glosa las sedimentaciones de una mente pictórico-poética a la búsqueda de nuevas cristalizaciones conceptuales.
Tal vez algunas de estas cristalizaciones se escondan en la instalación 28 mensajes para una botella, construida con retales de los lienzos que conforman la exposición. Una invocación hacia el futuro, pero también un modo de evocar su trabajo en el taller, donde lleva a cabo un modo de pintar que nace de la observación de objetos propiamente dichos (cintas, conchas, lozas…) dispuestos bajo la esencia normativa del bodegón, esto es, su meditada colocación sobre un soporte horizontal [4]. La relación inmóvil entre estos objetos ofrece un fructífero punto de partida cuando lo relevante es el ensayo, la prueba, el análisis, tal como demostró el interés de las primeras vanguardias por el género del bodegón, convertido entonces en un auténtico laboratorio de reflexiones formales.
Para Botubol, la ponderación de la luz es uno de los rasgos más significativos de su universo pictórico. Los volúmenes de los objetos son estudiados con analítica precisión, siempre al calor de la atmósfera del atardecer que entra por la ventana de su estudio madrileño. Ahora bien, la imagen sobre el lienzo no se construye desde la imitación, sino desde la resonancia de las formas y el color. Estos objetos cotidianos, traducidos a un particular lenguaje pictórico, emergen como “maravillas concretas”[5] que nacen de lo cotidiano. Pero Botubol también desarrolla composiciones ligadas a la tradición de una pintura abstracta y fluyente, con Helen Frankenthaler y Morris Louis como principales hitos. La combinación de estos dos parámetros (el objeto cotidiano y los velos cromáticos) ha dado lugar a algunas de sus mejores series: en ellas, aúna lo fijo y el derrame, la iconografía y el espectro, lo que queda y lo que se desvanece.
Botubol reflexiona con enorme lucidez acerca de las diversas temporalidades de la creación y de la recepción estética[6]. De hecho, uno de sus principales objetivos es generar, a través de la pintura, un tiempo propio, un contra-tiempo, una temporalidad poética que nos rescate del avance tiránico de la cronología hegemónica. Así ocurre, también, en el vídeo que cierra la muestra, titulado también Agua del tiempo: en él, nos habla de la fuerza de lo telúrico, del poder de la memoria, de la densa espacialidad nocturna, pero, sobre todo, del tiempo como una duración emocional. La cámara fija sobre el horizonte marítimo evoca la aspiración romántica de unir lo terrenal y lo elevado, la materia y lo espiritual, algo que se expresa con especial belleza en una de las más célebres entonaciones del Hyperion de Hölderlin: “Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno pierde su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes”.
Carlos Delgado Mayordomo
Crítico de arte
[1] Stuart-Smith, Sue. (2020) La mente bien ajardinada. Barcelona: Debate, p. 25.
[2] Prólogo de Wordsworth a las Baladas líricas.
[3] Versos 47-48 del poema “La abadía de Tintern”, dentro de la serie Los placeres de la imaginación.
[4] Una colocación tan esmerada en la tradición del género que ha hecho observar que artistas como Sánchez Cotán posiblemente utilizaron ratios matemáticas para la organización de los objetos representados. Véase CALVO SERRALLER, F. Los géneros de la pintura. Madrid, Taurus, 2005, p. 292.
[5] Tomamos este concepto del poeta Jorge Guillén: El balcón, los cristales / Unos libros, la mesa / ¿Nada más esto? Sí, / Maravillas concretas.
[6] “La concentración en algo concreto es la clave de la supresión del tiempo como lo es del placer, lo cual puede darnos a entender que las formas más altas de lo placentero, aquello que denominamos “momentos de intensa felicidad”, tendrán lugar en un hueco de tiempo”. (C. Maillard, La razón estética, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017, pp. 116-117).
Exposición realizada con la colaboración del Ministerio de Cultura y Deporte y Gijón Impulsa