Pareciera imposible aquello que sugiere el título de la exposición: contar todas las historias del mundo. Y quizás lo sea, por lo menos si imaginamos esta tarea a la manera convencional, a través de la narración oral o escrita, con una dirección lineal y descriptiva. Imaginemos, en cambio, otra hoja de ruta; abandonémonos a la pintura, en este caso, del artista asturiano Diego Machargo (Oviedo, 1990).
Solo se pueden contar todas las historias del mundo sin narrarlas en absoluto; o, mejor dicho, solo se puede uno lanzar a esta aparentemente imposible campaña, la de relatarlo todo, la de narrar incluso (sobre todo) lo desconocido, a través de estrategias propias del terreno artístico, como son la evocación, la insinuación y la ambigüedad, esto es, abrazando lo indecible, lo indefinido y lo informe. La obra de Diego Machargo recurre a estas mismas tácticas, como si se tratara de un trampolín escópico desde el que liberar nuestra imaginación hacia viajes imprevistos. De este modo, el artista apuesta por la fuerza enigmática del signo poético –cuerpos, formas, dibujos, manchas…–.
Machargo juega, ordena, negocia, a través de un ejercicio de disonancia armónica, al configurar constelaciones pictóricas con un claro equilibrio formal y cromático, que no se corresponde en cambio con una adecuación estructurada en el plano narrativo. El relato viene de otra parte, llega de improviso. Así, sus representaciones pictóricas se funden en una potente aporía: la incierta certeza del relato deseado, que se abre paso; la clara constatación de una ambigüedad poética, que adopta la estructura mental del cuento. Combinan sus cuadros una cierta abstracción onírica con algunos señuelos figurativos, que nos invitan a seguir la pista de un rastro incipiente. Lejos de cualquier vinculación con una pintura metafísica, estos enfatizan, por su carácter íntimo y abierto, nuestra propia agencia como espectadores-creadores (como espectadores-narradores), capaces de escribir-narrar-imaginar más allá de lo imaginable, participando así de un palimpsesto compuesto por un sinfín capas: las pictóricas, que el lienzo alberga y superpone, y las narrativas-imaginativas, que son proyectadas sobre el mismo.
Como el malabarista que juega con tremenda seriedad y precisión con sus malabares (en el aire), el pintor asturiano pone en movimiento (en el lienzo) un diálogo de cuerpos, formas y figuras, trazos y símbolos, que solamente se detiene cuando ofrece sus cuadros al espectador, quien igualmente juega como el malabarista y ensaya con su mirada una ficción propia: un relato de todos los posibles, una historia de todas las potenciales –o varias–. La pintura como proceso sucede en ese doble camino imbricado: aquel que acontece en una temporalidad intersubjetiva donde lo uno (la pintura, la creación del artista) no es meramente de uno (del pintor) y lo otro (la mirada, la imaginación) no es estrictamente del otro (del espectador). Resultado del proceso pictórico, la(s) historia(s) se tejen en un campo de/para la ficción, un espacio inmenso para la ensoñación.
Atendiendo al título de la exposición, los cuadros del artista nos permiten soñar con la imposible tarea de imaginar una totalidad (parcial) de relatos. Como aquellas mónadas que describía el filósofo y matemático Gottfried Leibniz en su Monadología, estos concentran, por un ejercicio concienzudo de sublimación pictórica, un escenario detonante con una simbología íntima y extranjera a partes iguales, la cual siempre nos remite a algo que no acabamos de identificar del todo pero que nos es familiar. De la misma forma que Leibniz creía que en cualquier átomo del universo se encerraba a su vez todo el universo mismo, Diego Machargo parece evocar una idea semejante con su pintura: la síntesis formal del todo en el casi nada. Un camino, un encuentro de figuras, una flecha, un bosque verde incierto, dos aros… Son pocos elementos: los justos para contener la inmensidad de nuestra especulación inquieta como espectadores, que quizás solo se detenga (por un tiempo) al dejar atrás el cuadro y trasladar la vista al siguiente, reiterando el mismo proceso de percepción-recepción-traducción-ensoñación-narración.
Frente a aquella mítica máxima del minimalismo que proclamaría Frank Stella, “lo que ves es lo que ves”, la obra de Diego Machargo, en sus múltiples formulaciones y materializaciones, nos invita a pensar en una máxima mucho menos categórica: “lo que ves es (solo el principio de) lo que ves”, o quizás mejor: “lo que ves es el principio de lo que no ves, de lo que imaginas”. Queda claro: no se trata de preguntarnos qué cuentan las obras del pintor, sino de jugar a (con)fabular, a narrarnos nuestras propias historias. Meticulosamente configuradas, las obras recogidas en esta muestra de la Galería Llamazares nos ofrecen la oportunidad de imaginar otra cosa, otro cuadro, otra historia. Destacan, así, por su estado permanentemente (in)forme y perfectamente (in)acabado, su contingencia narrativa y su potencia de ser (casi) cualquier cosa: muchas historias al mismo tiempo, todas las historias del mundo.
Texto curatorial, Manuel Padín