De momento os dejo con la última de esas claves que he manejado a lo largo de nuestro trato, que ya empieza a ir para largo. La dejé sólo apuntada justo antes de despedirme la última vez que escribí públicamente sobre el artista hace unos meses, y aquí, por razones de tiempo y espacio, y también de estrategia, sólo voy a repetir, a nombrarla en voz alta de nuevo. Es la que tengo en la cabeza cada vez que pienso en su trabajo desde que él mismo me la explicitara en mi última visita a su estudio, en Granada. Estábamos hablando de las obras al hilo de un proyecto expositivo que teníamos entre las manos; Jesús era capaz de mantener una conversación exigente mientras dibujaba sin interrupción y a notable velocidad con un rotulador prácticamente gastado (es un truco técnico del que ha sacado una rentabilidad enorme).
“Dibujaba” quiere decir que planificaba la escena mientras la desarrollaba y resolvía, no que se limitara a rellenar o concluir lo que una estructura ya definida le guiaba. A mí eso me tenía asombrado, y sólo el hecho de comprobar que era capaz de abordar y construir un dibujo complejo en su totalidad mientras respondía a mis preguntas con precisión y calado, me llevaba a mí mismo a estar a la vez dentro y fuera de una conversación en la que él participaba por completo sin interrupciones ni pérdida de concentración. En medio de mi esfuerzo y su facilidad Jesús me lo dijo no sé con qué palabras, posiblemente con estas: “Óscar, vamos a ver, al cabo es lo de siempre: el amor y a muerte”.
Y con ese ritornelo sigo; obsesivamente, sin podérmelo quitar de la cabeza. Sólo os lo quería repetir, por si os sirviera de alguna ayuda y me temo que con la secreta esperanza de enfermaros un poco con él, quizá para que con el contagio se alivie un poco mi carga vírica. El amor y la muerte están ocupándolo todo en esta obra, ¿no lo veis?
Texto de: Óscar Alonso Molina